miércoles, 21 de abril de 2021

Sobre el arte o de la armonía con la actividad inconsciente

¿Qué es un artista? Un hombre que todo lo sabe sin saberlo. ¿Y un filósofo? Un hombre que no sabe nada pero que se da cuenta.

- Emil Cioran


No es poco evidente ver que el mundo circundante del sujeto se abre como un abanico estético. Casi la totalidad de sus tareas están orquestadas en un sinfín de numerosas acciones motrices para alcanzar determinados fines estéticos: escuelas abiertas, películas exitosas, series dramáticas, y espejos negros, buenos libros y bajas calorías. Supongamos que hay una cierta facilidad en marcar las tendencias imaginarias, una suerte de estadística económica, pero algo más fina y determinante, algo así como una idea. Esta idea se corporeiza en cada sujeto como su fin último, como su causa final, y, por lo tanto, como su determinación práctica constructiva. Es común escuchar hablar de esto bajo la desprestigiada palabra idealismo.

Esta palabra en nuestro tiempo se ha constituido como una suerte de perogrullo, como algo que está de más hablar; quizás incomoda. Pero lo cierto es que la representación común de idealismo son los principios que un sujeto sostiene sobre sí mismo y por sobre todas las cosas que lo rodean; es una suerte de promesa hacia la muerte, un pacto con el fin, una tarea asumida. A esta concepción del ideal, sumamente denostada, se le presenta toda la reacción de la moral. Esta reacción moral marca, y dice: que cualquier imposición exterior es un acto de violencia ante la integridad del sujeto pensante. Aquí podemos encontrar la mayor idealización que se conozca sobre la atomización del individuo, solo relegado a su propio pensamiento, una suerte de auto ostracismo de la comunidad habitada.

Sabemos que el idealismo no es algo a alcanzar, un fin moral de un mundo en el más allá, un me porto bien en la tierra y me gano el cielo; eso solo es un mérito imaginario. El idealismo no pertenece al mundo de lo práctico, al mundo donde se manifiesta la libertad. Si no, antes bien, es la conjunción, la unidad efectiva del mundo teórico bajo el mundo práctico; el famoso tópico de hacer de uno algo más de lo que han hecho de nosotros. Esta llamada a la madurez y la ilustración sucedió en el siglo XVIII. Pero, hoy en día, su fracaso es harto patente.

Supongamos, que la idea puede conformar la esencia del sujeto; y que, bajo el poder absoluto del pensamiento, la negatividad de este mismo, su contradicción y su afirmación, componen el ser constante en su propio despliegue en el tiempo.

Es necesario comprender, que el fin de la acción, la que prescribe la moral como su más propio juicio imperioso, y que cada sujete posee en su sí mismo de la razón, es un juicio particular con deseos de universalidad, y no, un hecho efectivo de la comunidad universal de la razón.

Parece escolar la suposición de que muchos sujetos con el mismo fin producen una institución. Pero el hecho empírico de tal posibilidad está a la vista: instituciones, estados, empresas, corporaciones, grupos financieros, desde lo más natural y material hasta lo más ideal y abstracto, el sujeto se compone de un habitar abarrotado de construcciones y producciones; vive en ellas hasta que fenece.

En el derrame neurótico de la población que se estima pensante, es decir, que se hace preguntas sobre sí, la incompatibilidad entre su pensar y su efectivo habitar están en conflicto, la contradicción es permanente entre la teoría y la práctica. Esta enfermedad de la contradicción no tiene solo una lectura médica y psiquiátrica, sino que asume una posición mediática y doctrinaria sobre el conjunto del “sentido común”, que es una suerte de sentir en comunidad, una identificación bajo la rúbrica del nosotros.

En efecto, este sentido común es el habitar estético del sujeto, su mundo circúndate en disputa. Es una suerte de construcción, una actividad que unifica los aspectos consientes e inconscientes de cada uno de los sujetos que la conforman. Esta unidad la podríamos asociar a la originaria poética del espíritu, a la esencia de cada comunidad, donde esta construye y se produce a sí misma.

En este punto podemos encontrar la superación de la contradicción entre teoría y práctica. La misma se da en una construcción y producción, que deviene de la unificación del aspecto consciente e inconsciente del sujeto, asumido por cada sujeto como el producto de sí mismo, es decir, como la obra que retorna al autor y que lo pone por delante en tanto obrado.

Este movimiento es el arte. Es el despliegue de lo más propio y originario que cada sujeto posee en tanto tal, y que conforma y produce la verdadera existencia de la realización del mismo sujeto en tanto comunidad viva, productiva de su ser más propio, su común habitar.

Esta superación de la contradicción nos entrega firme ante el problema de la libertad, que no se consuma en la razón práctica, sino, antes bien, se extiende al arte y su espectacular movimiento: el traer a sí mismo la libertad, con toda su contingencia, sobre la sensibilidad del cada quién en tanto participe por su voluntad de la originaria poesía del espíritu. 




martes, 22 de mayo de 2018

La lágrima




El llanto en la noche se volvía tan profundo, constante y acústico, que la familia comenzó a desesperarse. Sabrina había dado a luz una hermosa muñeca de apenas dos kilos; delgada y rosada crecía como la amplia tensión de una cuerda tendida sobre su mástil. Tensión que se nombraba sobre cada traste, clavija y rasgueo de sus prístinas cuerdas vocales.



Hacía meses que los amantes vivían en la casa de ella, o, mejor dicho, en la casa de sus padres, claro. Una casa modesta con varias habitaciones se convirtió en un orfanato de la maniquea locura de llantos, discusiones, desesperaciones y una suave pero oscura sábana de insatisfacciones crónicas; en una palabra, todo un cúmulo de obstinaciones vivientes pero poco vivificantes. Lucila, la madre de Sabrina, era una persona necia e increpante, no tenía verbo que de su paladar no se volcara como sádico desprecio hacia la masa que la circundaba. Era una madraza dadora de apremios.



Ella, Sabrina, cuando la conocí, apareció como una mujer de erguido coraje, personalidad frontal y muchas veces altanera, una mina con huevos, como se suele decir. De tierras pampeanas traía un soplo grave y seguro que recordaba los mejores tiempos de su padre, un hombre ya convertido en un ente fantasmal que solo rondaba la casa con ojeras que le cubrían los pómulos coloreados por el frío.



Entretanto, Alberto, incipiente albañil de pocas pulgas y dotado de un cutis imberbe, recorría la esfera de los días entre la cal y la ginebra exorcizando las exigencias del patrón, de Lucila, de Sabrina, y de aquella pelota de furia que algunos llaman rencor.



Alberto nació dentro de un falcon modelo ´73 donde vivía la familia, apilada entre los asientos. Su labor era el pelaje de cables, eran inversores del aluminio y el estaño. Así se pulían la yema de los dedos y los días. De chico aprendió el oficio de la pala y el mulaje bajo imperativos sórdidos. Existía sin mucha mala sangre, como un alma resignada a la prosecución de las horas, yendo y viniendo, bajando y subiendo, cargando y cagando, masticando y fumando, era una máquina eficiente para lustrar el barro de la gracia ajena.

Cuando se conocieron, Sabrían y Alberto se chucearon con ironías, como dos infantes que temen lo desconocido y se disimulan con agresiones y miramientos; todo un acercamiento de precaria indiferencia y servida curiosidad. Fue en el último bailongo del barrio, en el club deportivo que luego sería una suerte de call center, o algo así, donde la gente llama y espera para ser atendida.



Alberto se acercó a una joven provinciana llena de hormonas e ilusiones con una madre que regenteaba la escena, y a la cual tuvo que pedirle permiso como se hacía en los viejos tiempos. Él tomó las caderas de ella con su brazo derecho y se perdieron en medio de las parejas.



El tiempo había pasado, ya no había espacio para danzas románticas ni mucho menos manos furtivas que se acercaran al culo oblicuo de una mujer que los médicos tipificaban con angustia postparto. Una suerte de indiferencia trascendental que la convertía en un espectro inapetente, indolente y ausente ante las desérticas exigencias cotidianas. Una suerte de eclipse o caída en un menudeo pútrido frente al mundo.



Aquella noche el llanto insobornable de su hija la mantuvo en vela. Afuera, la tormenta se mantenía con templanza y constancia, la lluvia amenazaba el descanso de la familia. Sabrina intentaba con su teta erguida chorreante de leche ahogar la angustia de su hija, ese pedazo de carne con acústica impronta que no respondía a sus sueños. Cuando el trozo de estofa salido de su vientre procuró silencio y sosiego para sus entrañas y deseos, se fue al baño para cagar decentemente y desplegar sin apuros el cuerpo sobre la taza. Antes, procuró una colmada mamadera como artificio y tapón para cualquier azaroso desdén del crío impertinente.



Entró al baño arrastrando su figura desencajada. Sentó sus carnes sobre el inodoro y tapó su cara con las palmas de unas manos áridas para tender, luego, un hondo suspiro desde su penumbra. Desorientada, atisbó sus ojos sobre el cilindro que abrazaba el papel higiénico. Una incomodidad supersticiosa la invadió. Sabía sin saber que aquella orientación en que caía el papel, por detrás de su visión, no vaticinaba una buena fortuna. Lo miró fijamente, al tiempo que dudaba de su próximo movimiento. Percibía la exigencia de tomar una decisión, oír la voz de su interior que le demandaba invertir el desenvolvimiento de aquel papel, o mantenerlo, escéptica, en su posición. Sabía que ella no lo había dispuesto así, que algún desprevenido de la métrica universal había osado contrariar los designios cósmicos, divinos, y que tal acción desencadenaría un insufrible desarrollo de malversaciones contingentes y cotidianas. Tenía en sus manos la oportunidad. Era el momento justo de descargar la inexorable lógica del destino a su favor, invertir la condena propuesta por otro bajo una imprudencia atroz. Desoír tal oportunidad podría entenderse como ejemplar movimiento de la razón práctica, ajena a míticas y aturdidas vibraciones. El bien y el mal se encontraban entumecidos por el origen del que partió tal motivación. Sus cavilaciones acordaron, tras una obsesiva disputa, darle fin a la querella con una resolución superadora: dar vuelta la orientación del papel y cagarse por igual tanto de la superstición como de la razón práctica que la estorbaba.



Satisfecha por su proeza y resolución, intentó levantarse con las piernas un tanto entumecidas. Habían comenzado a ponerse violeta las extremidades. La falta de retorno sanguíneo le propició una suerte de reflexión temporal. El tiempo se le había ido entre las piernas y el papel, no sabía cuánto tiempo era, pero había lo suficiente para olvidarse del atiborrado cúmulo de complicaciones que la arrastraban de sol a sol. Una conmoción comenzó a suscitarle el pecho, se agitó con impaciencia. Necesitaba tomar el control.

Se levantó de un salto sin mediar papel por la raya de su lánguido y sucio culo, y corrió hacia la cuna en que reposaba su destino.



Se acercó con disimulo, y sin ruido contuvo la respiración hasta ver al vástago tendido con la mamadera en el pico. Durante varios segundos se relajó; luego, todos sus músculos descargaron de un golpe la tensión; su mirada se apoyó sobre la niña, esperando ver algún movimiento en su torso.



Se desplomó sobre sus rodillas y una lágrima trazó la penumbra de la noche como un rayo en el vientre del silencio.







Llega un tifón / Joseph Mallord William Turner


martes, 15 de mayo de 2018

La ley


“Mi misión es matar el tiempo y la de éste matarme a su vez.
 Se está bien entre asesinos.”
Emil Cioran

Ricardo había despertado hacía cinco minutos. Aún no podía moverse de la cama que lo tenía agarrotado. Con los ojos clavados en el techo relamía los pedazos del cielo raso devorados por la humedad. El corazón lo golpeaba a patadas; era una bomba de sangre por estallar que se abrazaba intensamente al peso muerto del cuerpo. Podía escuchar sus latidos salpicando como tambores entre los oídos con un ritmo maquinal y aterrador. Se había metido tanta merca por la nariz que no podía pensar en otra cosa que en morir y acabar con el suplicio vigoroso de la taquicardia. Atinó a girar el cuerpo. Cuando volvió a abrir los ojos estaba en el piso mugroso. Comenzó a contar las botellas de vidrio y las latas de cerveza que decoraban la habitación junto a colillas de cigarrillo y montañas de cenizas, bandejas de comida ya podrida y a medio comer con moscas danzando de lujuria; se estaba meando encima. Tenía la certeza, o mejor dicho la convicción, de lo inútil que era tratar de meter el pito en una botella para evacuar; tan solo dejó correr su impulso. El meo caliente se le iba adhiriendo a la ropa, y un olor sinuoso y lejano, tan lejano como su infancia, comenzó a ponerlo melancólico entre el atolladero en que se encontraba revolcado.


Desde su posición podía ver la cocina en penumbras atiborrada de bolsas llenas de papel higiénico cagado. Todo era un pegote relleno con su colección privada de recuerdos. Un dibujo anquilosado en acuarelas que él le había regalado a su madre colgaba de la pared a duras penas, esperando ser arrancado por piedad. Un poco más arriba el estante con baratijas que acumulaban una década de polvo y olvido, una costra tosca y negra lo maceraba, a la par que combinaba con el gastado color amarillento del papel tapiz y las telas de araña que parecían cadenas medievales; una obscenidad sensual amontonada en su inconsciente lo golpeaba. Estaba claro el panorama: su hogar era un basurero, un dolor mostrado en crónica abulia, una sentencia en desuso que ordenaba como una deuda a ser saldada, como una ley a ser cumplida y que solo se podía pagar con el fin de gangrenarse. Se estaba dejando morir.


Cuando logró dejar de masticarse las muelas atinó a sentarse. A duras penas pudo enderezarse cuando empezó a brotarle sangre de la nariz como si fuera una canilla escupiendo barro con euforia. Se llevó con lentitud la mano a la cara, se tanteó la boca y la nariz mientras atónito observaba el charco sobre su palma ya cubierta de espesos remolinos de mocos negros y sangre estallada.


Desde que murió su madre se concentró en vivir apático y drogado. No había motivo alguno para vivir con la seguridad de los hábitos que impone la cultura; eso sí, necesitaba demostrarse a sí mismo, o a su madre, que podía ser una bestia como todas las demás, que podía cuidarse sin tanto manoseo cultural. Suspendido en el tiempo esperaba la muerte que consolara con su brazo redentor toda su viril y afligida vida. Estaba deseoso del momento final.


A las horas despertó. Seguía ahí, tendido como un trapo entre la mugre. Se decepcionó y maldijo; la tarea como verdugo aún no había terminado, y la nariz ya le empezaba a picar.




Navegaciones. Nigro Adolfo, acrílico sobre lienzo 150x120cm. 2013

viernes, 27 de abril de 2018

Pastoral



"La tolerancia es la virtud del débil."

 
Donatien Alphonse François, Marqués de Sade




La hostilidad es un vicio contingente que labra y ladra. Cuando le empecé a pegar, el pudor no tardó en desaparecer. Hasta que no se quedó quieto y callado, el eco del suplicio me pareció inadvertido. La excitación decrecía rasposa, yo respiraba agitado, casi lacónico. Un ritmo enfermo próximo a la taquicardia me obligó a tomar asiento. Miré por la ventana el caer lento y colorido del atardecer. Nadie pasaba caminando en la calle desértica; pero yo sabía que detrás de sus ventanas estaban ellos, con los oídos enterrados en silencio y los ojos atiborrados de ponzoña para percibir el próximo movimiento, regodeados en la usura de su imaginación. El voyerismo del vecindario no podía con su insaciable sed de conjeturas.


Cuando murió Carmen, después de una larga y áspera espera, con su paciencia resentida y el alma trocada a causa de medicamentos vencidos y delirios crónicos, me resigné a favor del recuerdo. Años y años pasé consolando a una persona deprimida por nunca haber deseado tener hijos; y sin embargo, haber parido una decena solo para saldar pormenores económicos, mortíferos pormenores, esos rasgos del desgarrado detalle de ser una tajada de carne sin puchero, una huella del embotado e inconsolable puesto que se debe cumplir, sin miramientos, en silencio o gimiendo como vaca, como una puta vaca de tiempo completo, un hueco para vergas cansadas o una boca destiladora de mamaderas.


Ahí va Carmencita, la fulana, decían las viejas chotas del barrio. Claro, si tenían la cajeta encerada como el mármol. Lo único que sabían hacer era limpiar la casa veinte veces al día para no sentir el flujo momificado entre las piernas. Ni el delantal les entraba por el culo; y así andaban sus maridos como becerros al palo buscando loma por donde pastar; rengos y huraños con el bicho sucio.


Cuando Carmen estrenó su enfermedad, es decir, en el instante que tomó noticia de la misma, el médico le dijo que era urgente ir al quirófano. Era portadora de un útero putrefacto, mórbido, que se blandía desvencijado entre el resto de órganos. Yo imaginaba que de tanta verga y resentimiento se le había hecho un charquito de excremento, algo se había pinchado. Y parece que tan equivocado no estaba, le había crecido algo así como una pelota de tenis que colonizaba la carne y reptaba como un hongo jugoso, o, mejor dicho, como una sierra que avanzaba a paso de caracol y le mellaba la matriz. El doctor decía que ya le habían devorado más de la mitad del útero; pobre Carmen, era una puta sin suerte.


La agarraron los flacos de blanco medió dormida y la metieron en el quirófano. La vaciaron y rasquetearon toda por dentro un buen rato. Cuando salió estaba hecha una estúpida, toda pálida y con la mirada perdida; la muy forra no podía parar de llorar. Era increíble, al poco tiempo se recuperó y volvió sin tapujos a laburar, le era indispensable. La demanda bajó un poco, Carmencita se estaba volviendo un trapo cachuzo, y a los clientes no les venía muy bien cogerse a un animal con una veintena de puntos cruzando su abdomen; se desconcentraban los pelotudos.


Ella había leído a Darwin en su juventud, le gustaba decir que para sobrevivir había que adaptarse; yo creo que era su mejor excusa para ser puta y consolarse al mismo precio. Pero el tiempo le fue pasando factura, y parece que se adaptó muy bien, porque al otro año ya tenía un quiste en el ovario derecho; esta vez era una canica. Yo no paraba de preguntarme por dónde había entrado. Con el tiempo la adaptación se aceleró a pasos de gigante, pensé; al año siguiente ya le habían operado las dos mamas y el ovario que tenía de reserva.


Qué fácil es abrir un cuerpo humano, meter una que otra mano y sacar un par de cosas. Ella estaba contenta porque no le cobraban los tratamientos, me decía que gracias al hospital público se podía mantener con vida. En ese momento comprendí algo importante para la vida, una gran lección, y es que Carmen había sido tan pública como el hospital, y su función era esencial, no tan solo para mantenerse con vida, sino para mantener a los demás con vida, a todo este vecindario, por ejemplo. Pobre Carmen, murió pensando que iba a estar feliz del otro lado, pero no se dio cuenta de que siempre, siempre, la estuvieron enterrando, y que al fin y al cabo hasta los bichos la usaron de alcancía.


Hoy, cuando volví a casa, me la agarré con el perro, que tanto se querían con Carmencita. No lo pude evitar y se la metí hasta el fondo; es que la extraño tanto a mamá.




La obra “Los niños muertos” de Oswaldo Guayasamin (1919-1999)

miércoles, 25 de abril de 2018

Desconciertos del desconsuelo


“No hay límites para la melancolía humana
Se cuenta siempre con una piedra para colocar sobre la pirámide de las lágrimas
Están seguros de padecer tanto como una mujer estrangulada
en el momento en que ella sabe que todo ha terminado y desea acabar
Están seguros de que no valdría más
ser estrangulado si uno piensa en los cuchillos de las horas que se acercan
Desde hace tiempo vivo mi último minuto
La arena que mastico es la de una agonía invisible y perpetua
Las llamas que hago recortar de tiempo en tiempo por el peluquero
son las únicas en delatar el negro infierno interior que me habita
Como cuerpos privados de sepultura
los hombres se pasean por el jardín de mi mirada
Soñadores inexplicables
o soy el único a quien golpea una mano desecada
en este desierto poblado entre estas flores áridas”
Louis Aragon




Era una noche descompuesta de tempestades. Las copas de los árboles se abatían como unas piernas frenéticas sobre el oscuro océano del cielo, esas mismas piernas que imitan las endebles costuras del ánimo urbano. Entre las luces blancas de la calle, que daban el preludio augurante de un perfume de orfanato, se abría desolado el camino angosto para los animales parlantes, esos mismos que amontonan la zozobra de los días bajo las camas con que adornan sus sexos. Más ancho se desplegaba el asfalto como una lisa capa acaramelada de brillo, como una mesa de quirófano con pequeñas máculas oscuras, esos charcos de sangre que se destilan en los bordes que cordonean las veredas, y que en ningún hogar faltan. 

Un lejano golpeteo al compás del vendaval de la distancia se venía acercando; de pronto una sombra agazapada giró en la esquina. A primera vista, una mujer de caderas carnosas, producto de una postura temerosa, intentaba desplazarse por la vereda, casi reptando. El miedo con que esta mujer se contraía, su endeble figura propia de un animal aterrado y huidizo, acrecentaba en mí un calor abominable, volcánico y visceral. Se elevaba desde lo más profundo de mi entrepierna un impulso originario y brutal, un movimiento atroz que superó todo ánimo de voluntad. 

Mi cuerpo estaba entumecido, acechante. Y la posición en que me encontraba me daba una clara y soberbia ventaja sobre mi cercana e indefensa víctima. Mientras más se aproximaba, con más fuerza mis oídos la escuchaban jadear de pavor y tosco paso. 

De pronto, todo el cuerpo agarrotado se trasladó al momento en que la presa estuvo ante mis ojos. Nublado de ambición el apetito lacerante se volcó sobre ese cuerpo espantado y paralizado de terror; su olor y entumecimiento se expandían entre mis manos, y sus ojos abiertos como grises faroles clavados en el cielo vibraban con cada golpe que las manos acertaban sobre su cuerpo ya casi desnudo y que comenzaba a desgarrarse; fría en su torso, sus pechos delicados y flácidos me hacían recordar a mi madre una noche que me pegaba con su cinturón Dolce & Gabbana y sus tetas saltaron a mi vista entre su camisón. 

Cuando comenzó a llorar con ronquidos mudos ya mi boca había devorado toda su vulva, era como besar los labios de una bestia muerta y disecada. Ya lo sabía, todo estaba listo para coronar la faena, solo bastaba acabar con ella desde lo más profundo de su cuerpo, abrirla al fuego punzante de los genitales fundidos en la armonía universal; entronizar la cópula, y verla por dentro con la punta mordaz de mi miembro. 

Ninguna palabra escuché de su voz. Su nombre quedó en un desconcierto arrojado y desconocido en la vereda barrosa para el encuentro de algún ambulante. Horas y horas mirando por la ventana esos restos de carroña me llevaron a pensar que no era suficiente alimentar la sed sin apaciguar el anhelo. Sabía que aún necesitaba más, y ningún remordimiento atravesaba mi conciencia. No tenía más opción que obedecer a mi destino, tenía que cumplir con la pena ejemplar que la comunidad demandaba; al fin y al cabo, ¿cómo sería este mundo sin culpables y desconsolados, sin aterrados y perversos?

El vértigo de Eros - Roberto Matta

miércoles, 18 de abril de 2018

La famosa decisión


“El amor ahuyenta el miedo y, recíprocamente el miedo ahuyenta al amor. Y no sólo al amor el miedo expulsa; también a la inteligencia, la bondad, todo pensamiento de belleza y verdad, y sólo queda la desesperación muda; y al final, el miedo llega a expulsar del hombre la humanidad misma”


Aldous Huxley






La famosa decisión de estar muerto. Aquella mañana cuando salía hacia el trabajo, y luego de esperar un colectivo que estaba de paro y que sin remedio me estaba dejando de garpe, se me volvió a revolver entre las entrañas una idea maliciosa, tan excitante que se imponía sublime como un ladrillo en el pecho. Todo sucedía a los golpes de una ansiedad rasposa que como un cincel entraba por la boca con cada pitada, todo un deporte extremo; así se fue desenvolviendo el viaje mientras observaba a los leprosos avanzar dentro de sus autos como unos infectos sanos de mierda que se andan todo el día con la verga en la mano masturbando sus celulares.


Una idea maliciosa que -debo confesar- en primera instancia atentaba contra mi persona, pero la conclusión era absurda; acabar con esta existencia no dejaba de ser una pérdida de tiempo, no tanto una cobardía moral, sino una defraudación práctica instantánea y agobiante, una respuesta pedante.


Hacía años la relación en casa con mi señora era un atolladero de malhumor, desconciertos y una que otra plegaria servida frente al televisor. Una relación sin relación es como una almohada sin sueños, o como una casa sin puertas ni ventanas, viciada de anhelos. Es decir, que no había diferencia alguna con la costumbre de un adolescente cagón, que se encuentra con un mundo que está ahí, desecho ante sus ojos, con sus pautas etílicas; ahí donde acomodamos el culo a lo más cómodo del calzón para no sortear ninguna dificultad entre el aire que ventea por las bocas y el que se resbala por el orto.


Hay actitudes que rompen las pelotas. Esas irreversibles muestras de la bestialidad, el aliento enmohecido de cloacas desbordadas que se chorrean de las lenguas hilando basureros, y que invitan a farsantes decoraciones de interiores para imposturas de versículos y castigos domiciliarios; toda esta concatenación de irritante queja ya se había institucionalizado en mi vida como una banalidad a granel.


La idea, la idea maliciosa roía todas mis mociones al estilo full time, tiempo completo de crucifixión. Un derrame cerebral dilatado, una gotera a sangre fría que necesitaba ser purgada, desechada. Para ser absuelto era necesario un culpable, un reo que cargara con la justicia sobre su cuerpo, que le dejara marcas, agujeros, vejaciones y una memoria de ligustrina.


Seis décadas entre las manos a uno lo convierte en un frágil trasto ornamentado. Una suerte de padecimientos empolvados de insatisfechas vacaciones, hijos sin escrúpulos ni tiempo para visitas, y ceremonias dominicales que como un pesticida renuevan los pactos con la vida engordada de especulaciones.


La idea crecía como una metástasis en el cerebro, una piedra que no podía vomitar ni cagar, no pasaba por la tripa. En mis buenos años con garchar a una puta la malaria de la ansiedad menguaba como un globo que se evacúa de forma estridente. Ahora no, no tenía más remedio que el purgatorio.


Con el paso del tiempo descubrí lo mejor que da la vida, lo único e imperecedero: la muerte ineluctable.


La decisión fue cortar por lo sano. Ese día la esperé llegar al hogar, anticipé la jugada con unos mates, paliar la tensión con preguntas ordinarias y huecas, cambiar la yerba y calentar el agua. Y cuando tuve la oportunidad, esa pequeña oportunidad, sin descuido ni arrepentimiento, con la duda en el bolsillo, me acerqué por detrás como el mayor de los cobardes, y la abracé. La abracé hasta que mis brazos se quedaron exhaustos y tendidos, plegados como un papel al fuego o como un caracol calcinado en sal, coroné mi vocación en la vitrina de los fracasos. 






Ernesto Deira, "En torno al pensamiento" 1964 

martes, 17 de abril de 2018

Decálogo


"El horror de herir es todavía más fuerte
 que la angustia de perder."



Yo no salgo de mi casa. Cuando todo comenzó a desmoronarse comencé a reflexionar sobre la desconformidad que adviene a la insatisfacción crónica. Mi señora andaba de guardia en el hospital, con baja libido me comentó por teléfono, para luego enviarme un mensaje de texto y decirme que estaba embarazada. No tuvo mejor idea que arrojar el comentario como quien no quiere la cosa, esa misma cosa dando vueltas por sus entrañas, creciendo y demandando ilusiones, de aquí para allá hasta encontrar la forma de salir. No pocos problemas conjuraba a nuestro rendimiento sexual y a la salud cotidiana con que habíamos montado las humildes pautas concernientes a la convivencia mecánica.


Hacía meses que los espacios en la casa comenzaban a reducirse lentamente, como un perro muerto bajo el sol, consumido paulatinamente con la ayuda de moscas y roedores, hasta que lo arrojan al filo de las vías, o al patio del vecino, del otro lado de la medianera. Este y otros paisajes más se presentaban desde la ventana del departamento.


El primer conflicto sucedió cuando cortaron el gas en todo el edificio. Una eventual pérdida señalada por un barómetro certificado bajo el método científico, daba la señal de alerta. Todos estábamos prácticamente en pánico bajo la alusión de reventar en el aire, o de ser detonados por algún imprudente al estilo AMIA, o quizás morir ahogados al dormir en sueños en el mejor de los casos. La prudencia de los técnicos determinó cambiar los hábitos, el agua caliente era un recuerdo que se iba alejando como el mejor paradigma de una clase media devaluada y que ya comenzaba, infecta, a olerse ella misma.


Este pequeño incidente con tamañas consecuencias se agregaba con sigilo a los años de humedad acumulada en las paredes. El color del papel tapiz indescifrable y las manchas de infinitos ecosistemas crecían al galope, al tiempo que nos obligaba a reducir cada vez más los espacios de esparcimiento. La cama en el centro de la pieza y la ropa que se acumulaba en pilas a su alrededor despertaban el deseo de un sacrificio, de incinerarlas al mejor estilo Auschwitz. El panorama en el comedor era menos alentador, los libros que durante tanto tiempo iluminaron nuestros ratos de ocio se prometieron en un suicidio colectivo, y desbancaron con ellos la repisa que tanto tiempo los cobijó; sin olvidar que a su paso bien supieron llevarse un buen pedazo de la pared.


La casa, el hogar, o este montón de porquerías amontonadas comenzaban a quedarnos muy chico como para además tener un animal gritando y chupeteando todo el rato. Era una mala idea. Todo este puto lugar era una mala idea. Pero no podía salir de esta idea, de este lugar; allá afuera tampoco había solución alguna a mis problemas.


Durante algunos instantes recordé la trama del trauma de Prometeo, castigado a tener el hígado roído eternamente por un cuervo bajo la excusa de hurtar la llama de la sabiduría del olimpo y entregársela a los estúpidos mortales. Y de pronto me sentí identificado con él, con esa suerte de héroe que contraía la catástrofe de un mundo lleno de progresos que se apagaban como la cabeza chamuscada de un fósforo.


Todo resultaba inútil y artificioso, y mis manos se encogían cada vez más; tenía que omitir el destino antes de pretender designarlo, controlarlo o manipularlo. ¿Cómo nombrar a una criatura si ni siquiera podía escapar del disgusto crónico? Empezaría por una certeza, por un decálogo redentor. El primer paso, ese sí, era salir de esta casa lo antes posible, tachar de un manotazo todo el tapón de cera que me paralizaba, y mire hacia la ventana como la promesa de una emancipación única, de una acción, la única, que no podía fallar.




Ernesto Deira, Sin título, 1961, óleo sobre tela, 130x196 cm.